La puerta de la entrada principal se mecía a mis espaldas movida por el viento y sus goznes oxidados aún continuaban chirriando. El aire estaba cargado de una salada humedad, apenas había luz porque los postigos de los ventanales permanecían cerrados y, entre algún que otro leve y misterioso crujido, obra de ratones o de duendes, se oía como el mar con sus rizos acariciaba la playa, que se hallaba a menos de cien metros.
Muebles viejos y apolillados, cubiertos de polvo y telarañas, se agolpaban en varias de las estancias de la primera planta; un retrato del abuelo, el capitán Benjamin Spooner Briggs, extraído del recorte de un diario, colgaba de uno de los muros agrietados y desde otro recorte en el de enfrente me miraban la abuela Sarah Elisabeth y mi tía, la pequeña Sophie. Como si todo, a pesar del aparente desorden, hubiera sido dispuesto y colocado para la ocasión en previsión de mi llegada.
Sobre la repisa de una chimenea ennegrecida y maloliente descansaban una brújula, un cronómetro y un sextante con más años que Matusalén. También el ejemplar carcomido de una edición barata de la Biblia del Rey James procedente de Boston, fechada en 1866. Así como una gorra de guardiamarina, con la insignia de la armada de su majestad la Reina Victoria, además de un lazo en el que figuraban impresas las letras “HMS Atalanta”, el nombre del buque a cuya tripulación perteneció su propietario. Y unos documentos enrollados, tan amarillentos y deteriorados que parecían tener uno o dos milenios en vez de algo menos de un siglo, que era lo que en realidad tenían.
Me hallaba en Santa Bárbara, adonde me había dirigido, desde Vila do Porto, buscando aquella vieja villa situada en las afueras de la población, frente a la Bahía de San Lorenzo, por indicación del señor Da Silva, albacea testamentario de un presunto tío del que mi padre nunca me habló, sencillamente porque nunca supo que existiera.
–When you come, you ask for the house of the American man[1] –me recomendó, en un correcto inglés, el autor de la carta que unos meses atrás había recibido con aquella noticia tan increíble y asombrosa.
Y eso fue precisamente lo que hice, seguir el consejo del abogado y consultar a más de un parroquiano del lugar, sin tener remota idea del idioma, hasta que logré hacerme comprender.
–A casa do americano procura o senhor[2]? –me preguntó sorprendido el último de los aldeanos al que me dirigí en la plaza y que sí me entendió, ofreciéndose inmediatamente a llevarme en una carreta destartalada de la que tiraba un asno.
Situada en medio de un puzle de terrazas escalonadas sembradas de viñedos, la vivienda, en avanzado estado de abandono, ocupaba unos 100 metros cuadrados de terreno, constaba de dos plantas y estaba rodeada por un seto que delimitaba la extensión de la propiedad. Un cercado de rocas de basalto de los muchos que había y dividía de forma pintoresca en espacios de terreno rectangulares la pendiente verde y frondosa que descendía hasta el camino, justo a escasos metros del mar.
Fue levantada a mediados del siglo XIX, el mismo año en que expiró la reina madre María II Gloria, y luego reformada en más de una ocasión para resistir airosamente las acometidas del tiempo y, sobre todo, de los elementos. Perteneció primero a un acaudalado hombre de negocios lisboeta, que la mandó construir en aquel rincón paradisíaco para allí retirarse del mundanal ruido dedicándose a la explotación de las viñas. Y luego, a finales de 1870, a un muy enigmático forastero, venido no se sabía exactamente de dónde, que la habitó durante poco más de un año, hasta que murió sin dejar descendencia, y apenas mantuvo contacto con los isleños, salvo la joven huérfana de la que se hizo acompañar para que le sirviera.
–Esta é a casa[3] –me indicó el hombre, deteniendo el carro justo al inicio de un sendero estrecho, intransitable para cualquier tipo de vehículo, que bajaba serpenteando entre los peldaños de la verde colina hasta aquella lóbrega edificación que un día, sin duda, debió ser hermosa.
Tomé el libro de las sagradas escrituras en mis manos y lo contemplé, sin poder zafarme de la sensación de asombro y perplejidad que de mi espíritu había hecho presa. Lo abrí por en medio y algunas de sus hojas cayeron al suelo mientras por otra correteaba una polilla aterrada. También cayó una nota manuscrita con una cita de Calvino sobre la predestinación y el libre albedrío, sacada de la obra Institutio Religionis Christianae, y con un nombre, debajo de la misma, que me resultó conocido: el de mi bisabuelo por parte materna, Mr. Leander Cobb, a la sazón, reverendo de la Iglesia Congregacionalista de Marion. Las páginas que correspondían al Apocalipsis de San Juan estaban más arrugadas y enmohecidas que el resto y la cubierta, revestida de tafilete o cordobán, y el papel olían a rancio, como la atmósfera espectral del interior de aquel inmueble olvidado.
Salí afuera a recuperar el aliento y pensar por un instante en aquella aventura que me había llevado a viajar hasta aquel sitio desde tan lejos. Ante mí se abría el océano y, junto a la curiosidad y la mayor de las extrañezas, seguía también embargándome la misma emoción contenida que me produjo en New Bedford el recibimiento de aquella misiva procedente de una isla portuguesa del Atlántico cuya existencia ignoraba, no porque me fuera desconocida, sino porque hasta entonces me había traído sin cuidado. Era temprano aún y por eso el sol, que aún no había culminado la mitad de su recorrido, apuntaba de costado.
La propiedad había pasado legalmente a pertenecerme desde septiembre de 1947, fecha en la que falleció su anterior y legítimo dueño. Eso me comunicó Da Silva en su despacho de Ponta Delgada, la mañana de aquel sábado 10 de enero de 1948, el día que llegué a las Azores, antes de desplazarme desde la isla de San Miguel hasta la de Santa María. Era parte de una herencia de la que yo había sido designado como único beneficiario y todavía no podía explicarme por qué, aunque ya estaba empezando a hacerme una idea. Los caminos del señor son inescrutables, me dije, y volví a acordarme de la figura del viejo reverendo Cobb y también de mi padre.
–Siento no haber contactado con usted antes y más siento aún no haber podido complacer al señor De Moura en vida como era su deseo –se excusó el abogado–. Comprenderá que no ha sido fácil y me ha ocupado su tiempo localizarle…